6/6/08

But in this heart of darkness...

Mientras me esperáis, escuchad...




26/5/08

Si quieres

Suelto déjame si quieres retenerme,
átame bien si quieres alejarme.
Abandóname si quieres conservarme,
y piérdeme si quieres poseerme.

Ven a buscarme cuando yo no esté,
así me encontrarás sin estar yo;
si me buscas estando yo, seré
aquel que estará ausente de su yo.

Ausente, pues en ti siempre yo estoy.
No busques lo que tienes encontrado.
Mañana me verás siendo el que soy:
y soy quien huye para ser amado.

Virgilio Piñera



16/5/08

11/5/08

El trabajo de todos los días

In Memoriam

Todos los días, muy temprano, le decían cuántos iban a venir para que él lo tuviera preparado todo cuando llegaran. Era muy importante que supiera el número exacto, pues cada uno debía tener un lugar en el que descansar con comodidad. Alguna vez había sucedido que se equivocaran en la cifra. Ellos lo habían solucionado colocando a dos, y hasta a tres, en el mismo sitio, y a él le había costado retener su rabia y tragarse su indignación. Ellos no podían entenderlo. Eran extranjeros de ojos duros muy negros, de fría premeditación, que tenían otras costumbres. Él era un profesional, aunque ante todo era un hombre. Ellos no eran hombres, no. O por lo menos a él no se lo parecía. Nadie estaría dispuesto a hacer lo que ellos hacían. No, nadie podía llevar a cabo día tras día esa tarea sin volverse loco, sin sentirse asqueado. Sin embargo, ellos sonreían, les hablaban en voz baja a los que venían, les acariciaban casi, los tomaban en brazos mostrando sus dientes negros y picados a través de las cerdas duras de sus bigotes.

Todos los días les esperaba en la puerta, casi al amanecer, para que no fueran a llamarlo a su casa y despertaran a su familia. Y también porque, excepto cuando no tenía más remedio, no le gustaba que entraran. No era sitio para ellos, no eran dignos. Además, era muy peligroso que no estuviera a la hora justa en el lugar de costumbre. En cualquier caso, nunca lo sabría, porque nunca había faltado a su trabajo, ni siquiera durante los tres años anteriores: años, meses y días de locura, sangre y muerte.

Aparecían siempre en grupos de dos y, sin pronunciar una palabra, le entregaban la lista de los que vendrían al atardecer. Él lo disponía todo con sumo cuidado, con la eficacia que otorgan los años. Cuando llegaban muchos tenía que trabajar durante todo el día, y sus dos nietas, comiéndose mutuamente el miedo, se acercaban a llevarle algo de comida: un trozo de pan con aceite, y un tomate en días especialmente afortunados.

Aquella mañana, Cristóbal estaba en su lugar de costumbre y ya había amanecido. Se asomó por el recodo del camino, pero no vio a nadie acercarse. Pensó si sería posible que aquel día no tuvieran a ninguno que necesitara sus servicios e, internamente, su corazón sonrió. Sin embargo, no quiso entregarse a pensamientos tan placenteros, que no sólo le daban a él una tregua, sino que podrían suponer una esperanza para todos, un día más para muchos. Esperó casi dos horas más antes de irse, mientras sus ojillos, cansados de otear el horizonte, comenzaban a emitir un brillo casi imperceptible que, indudablemente, era de alegría. “Hoy no van a traer a nadie”, y decidió bajar al pueblo a comprar unas castañas asadas con las que sorprender a sus niñas. La ocasión bien merecía el dispendio, aunque era muy extraño, realmente, pues nunca habían fallado ni un día desde que acabó todo. Claro, que acabó todo, pero empezó algo todavía peor.

Tras los casi dos kilómetros de camino que separaban su lugar de trabajo del pueblo, por fin llegó a la plaza. A los pocos pasos, contaría después, ya sintió algo raro en el aire, en sus vecinos, en sus miradas, e, inmediatamente, empezó a dudar sobre si había hecho bien al haber abandonado su puesto. Una idea súbita le vino a la cabeza e intentó desterrarla con lógicos razonamientos: le había hecho jurar que no se acercaría por allí en mucho tiempo y no se atrevería a desobedecerle. Se había mantenido firme e inflexible como el junco ante sus súplicas, le había espetado con dureza, casi le había repudiado, pues era su deber proteger a los que quedaban. Nadie sabía cuánta bilis había tenido que tragar para obligarle a prestar ese juramento, nadie sabía qué poco había faltado, si hubiera pasado una hora más, un minuto más, para encerrarlo en sus manos callosas, para esconderlo con sus hombros ancianos, pero poderosos. Lo despidió allí en la puerta, al amparo de la oscuridad que, esa noche y cuántas eternas más, le traía ráfagas de olores amargos, secuencias de sonidos desgraciados, visiones grises de la muerte...

Ya era casi media mañana cuando Cristóbal, con la preocupación mordiéndole los talones, volvió a su lugar de trabajo. La ansiedad infundía a sus largas y cansadas piernas una velocidad que le hacía jadear cada vez más rápido; la cabeza le daba vueltas intentando captar mediante el pensamiento, formalizar con palabras, la sensación negra que le ahogaba el pecho, el presentimiento que le subía desde aguas oscuras y estancadas y que no acababa de racionalizar. Ya desde la distancia advirtió algo inusual: en la puerta, fumando y hablando, había por lo menos cinco de ellos. Apretó el paso, mientras el miedo, como una alarma de incendios, lanzaba sus gritos ensordeciendo sus sentidos. Cuando llegó a la puerta, cinco uniformes caqui le impidieron la entrada, cinco hombreras rojas con cinco escudos de yugos y flechas asesinas, cinco turbantes de cinco fusileros.

“No pasar”, dijo uno de ellos, arrastrando las palabras y con voz estridente. Por primera vez, Cristóbal lo miró a los ojos, desafiante, indignado por lo que estaba viendo. Sus piernas amenazaban con doblarlo y deponerlo de rodillas ante ellos, la pena y el dolor casi lo obligaron al grito y a la súplica, pero no, no permitiría eso ahora.

“No pases, Cristóbal”, le dijo Hishâm, y lo llamó por su nombre, lo cual rompió el combate ocular que sostenía con el que tapaba con su cuerpo la puerta. Hishâm, el único con el que, de vez en cuando, se permitía unas palabras o fumar un cigarrillo en silencio. Tenía una familia en su país, volvería a él con un bastón de oro con el que ya no pasarían hambre, solía decirle. No lo respetaba, había venido a infundir terror a su pueblo, aunque era el único que tenía un motivo decente.

“No podéis negarme la entrada, no. En primer lugar, soy el enterrador de este cementerio. En segundo lugar —y ahora su voz casi se quebró y sus pupilas temblaron—, ése que tenéis ahí detrás, ése cuya frente brilla de púrpura y negro como una rosa abierta, ése..., es mi hijo”.

6/5/08

Los niños futuros

Esta tarde caminaba por la plaza de España, el gesto amargo, presa de esos horribles dolores menstruales que parecen desgajarte por dentro. Miraba, sin mucha atención, a la gente que pasaba y a esa multitud de niños que jugaban, presos de una lógica indiscutible, a sus incomprensibles juegos (que hace mucho tiempo comprendía). Al mirar al de los rizos sentí el primer achuchón, que en milésimas de segundo deseché, pero el gordito colorado ya le preguntaba al más alto y delgado, que así suelen ser los líderes infantiles, preso de una intensa emoción, como si sólo de ese acto dependiera su aprobación ante el otro niño y, por ende, su condena o salvación del ostracismo infantil: “Pero, ¿qué debemos hacer ahora?”. Tampoco mi niño de mejillas encendidas por el frío comprendía muy bien ese juego, que parecía consistir en correr unos detrás de otros hasta llegar a un lugar previamente acordado como “mi casa”, es decir, la casa de uno donde nadie puede tocarle porque de lo contrario cometería un pecado abominable.

Decía, pues, que el segundo de los aguijones ya comenzaba a herirme, haciendo que la realidad oscilara por momentos y me dejara observar por un instante, como a un vecino indiscreto, asomar(me) al futuro de esos niños. Y creí ver en sus caras lo que serían de mayores, sus rostros adultos. Mi sorpresa no era tal, sentí algo de pena y pensé que en cuanto llegara a casa me sentaría a escribirlo. ¡Habían dejado atisbar a mi alma en el otro lado! O, ¿había sido sólo que, por fin, me habían querido mostrar que el tiempo no existe, que no es más que una línea infinita que fluye incesantemente en la que convivimos todos y cada uno de nuestros seres, de los que somos, los que fuimos, los que seremos? En seguida, miré el rostro de otro niño, un niño enjuto, con una cara finísima que mordía con deleite una golosina rosa mientras me miraba sin verme. Y, “¿Qué sería este niño?”, me dije. Al gordito lo había visto cometiendo un atraco mientras le preguntaba a su jefe qué debía hacer. No dejaba de ser también algo tópico, y hasta mi mente me había jugado la mala pasada de reflejar en mi imaginación algo que no lo era, una imagen de una mala comedia de televisión. Pero, incluso con eso, yo había visto como en ese rostro pequeño se había superpuesto otro más gordo, menos amable, más feo...

Caminaba ya para mi casa, presa de sensaciones bastante contradictorias, pensando y pensando si lo que había visto era sólo fruto de alguno de los espejismos que mi memoria me presenta a veces. La verdad, no me gustan demasiado los niños. Tengo treinta años y no tengo hijos.

Sin embargo, el niño enjuto, de ojos claros, de cara finísima, todavía sigue mirándome desde su cuna. Una cuna preciosa que he colocado en mi dormitorio junto a mi cama.

2/5/08

Dulcamara




...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.

Luvina, Juan Rulfo

21/4/08

Lo Fatal

A René Pérez

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...


Cantos de vida y esperanza
, Rubén Darío



(Encuentra la diferencia entre el texto y el audio... ;-))

17/4/08

Misa de ocho

“No creo en tu Dios, ni en tu iglesia”. Aunque la afirmación bien valdría la pregunta de si creo en algún dios. ¿Cómo puedes contestarme a esto, tú, que dices que hoy es un día de alegría porque él se la ha llevado a su lado? Hoy, que nunca más voy a verla cruzar, silenciosa y con su media sonrisa, por el salón. Hoy, que ya para siempre quedará sepultada esa historia que quise escribir para conmemorarla, para acercarme un poquito a su historia, tan larga que da vértigo, para no poder decirle nunca que sí, que, en realidad, la quise.

“El cordero que quita el pecado del mundo”, resuenan las voces cansadas y seniles. Tú, que elevas tus dos manos con las palmas al frente y quedan inmóviles como dos lánguidas muecas sin vida. Tú, que pretendes que celebre el aniversario de su muerte porque para ti es la vida. Y, para ello, me miras queriéndome convencer de tu cuento de hadas. Y yo te miro a los ojos y cruzo los brazos desafiándote y pensando: que se dé cuenta, que se dé cuenta de que no murmuro, de que no me persigno, de que sólo estoy ahí porque se lo debo a ella.

—Hoy va a ser una misa preciosa —dice la señora que pasa el cepillo —, y un hombre muy gracioso, que conozco muy bien, te pregunta por qué haces que lees los textos si te los tienes que saber de memoria.

Si tuviera que resumir lo que has dicho no podría. Como muchos asiduos que sólo acuden hipnotizados por tus pases, tus movimientos casi de mago. De hecho, hubo un momento en que a tu imagen se superpuso otra y casi creí que ibas a sacar un conejo de debajo de tu túnica, casulla o como se llame lo que llevas puesto.

Cómo quieres que te crea o que llore, mística, de felicidad porque mi abuela habita en el reino de un cordero que, al mismo tiempo, también es el pastor. Hoy, que es su muerniversario, hoy, que hace ya un mes que suplico todas las noches poder hablarle una vez más y rendirme a su anciana humildad. Gritarle que me perdone por no saber qué poner en su epitafio, que me perdone por haberla olvidado demasiado pronto...

Y tú, que traes consuelo sólo al que se deja consolar, sé sincero: hoy es un día triste, como todos los de la muerte. Esa muerte abstracta que siempre parece la primera, que siempre sorprende y que nunca llegamos a comprender. Yo escribo la palabra muerte, pero no sé qué significa. Mi mente finita no alcanza el concepto, o más bien habría que decir sus consecuencias. Consecuencia inmediata de la muerte: nunca podré acariciar de nuevo su rostro de profundas arrugas, nunca más decirle hasta mañana, buenas noches.

Sin embargo, nunca no es más que una palabra, como cordero, reino o pecado.

7 de abril de 2005

16/4/08

Tan sólo en un momento

Conducía violentamente de camino a casa. Todo era una enorme mentira. Salían del trasluz leves, pero potentes, ráfagas de respuestas que señalaban hacia una única verdad. Todo el mundo quería lo mismo, pero no sabían lo que querían. ¡Qué ganas de abandonarlo todo! El impulso de no torcer la esquina familiar era cada vez más fuerte. El deseo de perderse hasta de sí misma le condujo irremediablemente al salado y tópico sabor de la impotencia. ¿Qué era, al fin, lo que buscaba? Siempre corriendo, siempre autocomplaciéndose con ilusorias promesas. Obligaciones, obligaciones, obligaciones... ¿Por qué no dejarse ir simplemente como algo natural? Porque ahí estaba la certeza, el convencimiento irrefutable, la crisis templada de no estar nunca donde quería llegar. Al último destino la conocida sorpresa de encontrarse tan sólo en un apeadero, en un área de descanso. Y, ¿para cuándo el final? ¡¿Para cuándo el deseo colmado?!

“Soy una pared, el dique de contención que amenaza resquebrajarse de un momento a otro por la presión de dos aguas encontradas”. Hay un enorme cansancio en sus palabras, sus gestos, contenidos, ahora estallan sin precisión. Ahora, que está sola, ahora, que nadie puede verla. Ahora, que nadie puede oírla ni compadecerla ni comprenderla, ella llora...

15/4/08

Catoptromancia

El hombre está desesperado. Sentado en el suelo contempla con ojos enloquecidos los cientos de fragmentos a los que ha quedado reducido el espejo.

Ya cree sentir los primeros estragos y nota su piel más fláccida durante un momento, sólo un momento: sus músculos tomando carrerilla para tensarse con más fuerza. El tambor del corazón le martillea en los párpados con un ritmo disonante: ha perdido su armonía. Sus ojos se van poblando de sombras mientras una debilidad absoluta le impide moverse. Pero lo peor aún está por llegar.

Su respiración se acelera 20, 30, 40, 60...; el hombre comienza a temblar, no puede contener sus parpadeos, la boca se le llena de agua. También su cuerpo amenaza con licuarse bañado en su propio sudor. Las manos resbalan a los costados al tiempo que su mente se doblega un poco más al ver la peculiar postura que han adquirido: los pulgares se dirigen como un resorte hacia el centro de la palma y un batallón de hormigas sube de sus dedos a sus brazos aplastándole con su peso, clavándole al piso. Su cuerpo entero, gran sierpe, se mueve en ondulantes movimientos violentos.

Ahora comienza a sentir dolor en el pecho, y por entre las guedejas ardientes de su rostro ve sobre sí un Hefesto gigantesco presionándole el corazón con su colosal martillo. Es sospechosamente parecido a él y le mira con su gesto torcido, con su pierna colgante que ha marcado un surco profundo en la tierra batida del piso. Le sonríe avariciosamente.

El hombre, ya rendido, comprende: “¡Ahora sí! ¡Había llegado!”. ¡Su alma mutilada lo abandonaba por siete años!

13/4/08

Otrora


Al principio sólo había oscuridad, silencio. La mujer caía, casi se escurría, hasta que el impacto brutal contra su cuerpo le hizo abrir los ojos.

Se deslizaba como del sueño y sentía el vapor de la habitación llenándole los pulmones. La dura loza de la bañera comenzaba a clavarse en sus huesos, la sangre era menos espesa. Finos hilillos corrían del agua rosada hacia sus brazos donde comenzaban a borrarse los largos alfileres que su mano había trazado. La navaja, ya brillante, acariciaba con pulso tembloroso sus muñecas sellando las heridas.

La mujer mira fijamente el sumidero en el que el agua canta de nuevo en las tuberías, y las lágrimas que cubrían su rostro son absorbidas por sus ojos sedientos. Ahora, camina hacia el armario y cierra el cajón que quedó abierto. En el fondo, entre otros utensilios de aseo, el precinto de la caja permanece intacto: las cuchillas duermen de nuevo.

Un papel arrugado vuela del suelo a su mano y la mujer se mira en el espejo. Las sombras de sus ojos vuelven a habitar aquel mundo desconocido del que ha regresado, y el papel se hace sobre con un remite de signos claros. El bolso se cuelga de su brazo y las llaves corren a cerrar la puerta. La mujer respira. Mientras, en la carta se van deshaciendo las letras que alguien borra con el trazo rápido de una pluma. Se le planchan los dobleces y juguetea rápido en los dedos del que lo deposita, junto a sus hermanos, en el estante del escritorio.

…………………………..

Alguien la besa en la mejilla sujetando su mano mientras le pregunta su nombre. La mujer, con las manos en los bolsillos, sonríe radiante.

10/4/08

Love song for a vampire

Contemplación ensimismada

Sólo cuando me percato
la mirada fijada
de que te alejas,
cuando detengo el flujo
del tiempo y de la vida
parezco encontrarte de nuevo.

Tu silueta entonces
se reconstruye ajena
del espacio y de la prisa,
y yo te veo flamante
casi brillante como un dios.

Sólo cuando del murmullo
de las voces infinitas
la búsqueda en un hilo
acallan,
cuando silencio la vorágine
de lo urbano y la mentira
me renaces todo fuerza
en un impacto vital
tan físico
que olvido todo
lo que no sea de ti.

Tu imagen entonces
toca con sus dedos invisibles
el centro más fatal
de lo tuyo y de lo mío
y recuerdo peligrosamente
mientras me inundo
todo el amor dormido
toda la acallada pasión.

Otra vez tu ausencia
refulge, soberbia,
y yo te miro
y yo comprendo:
que me lo quiten todo
que se muera el mundo
no quiero nada
que no sea de ti.

7/4/08

5/4/08

1/4/08

Azul

Me pareces, a veces,
el reflejo o el antirreflejo.
Brillante y denso.

Yo, negra y fría.
Imagen solitaria y muda
del destierro.

Sin embargo, también me
pareces ligero y tierno,
como una caricia envolvente
que quisiera proteger mis cimientos.
El cambio en ti es tan natural,
que puedes pasar del hielo al
infierno, y entonces te vuelves felino,
sacas tus uñas rizadas de espuma
blanca y arañas explosivo
a este extraño y aburrido muro.

A veces me emborracho de tu sabor
libre y sin tiempo, sintiendo,
............malherido,
tu deseo de irte lejos, lejos con el viento
o con la noche,
...........infiel eterno.

Sin embargo, también te me apareces
mudo y perfecto.

(1995)

29/3/08

Amor sádico

Yo deseo.
Deseo romperte en pedazos
mientras tu boca grita mi nombre.
Hundir un punzón en tu blanda carne
mientras suplicas que me das tu vida.
Arrancarte, tirarte del pelo
que digas que soy el más grande.

Yo te doy una rosa secreta
un gran ramo de puñales.
Tú no eras antes.
Ahora eres lo que yo soy ahora.

- Así sea.

Yo necesito.
Necesito tu dolor,
el temblor de tu mirada
el dulce sabor de la sangre
........en tus labios.

Yo te doy un alma más estrecha
un gigante golpe de verdades.
Te doy un abanico de palabras
repletas de sal amoratada.

- Así sea.

Yo exijo.
Exijo porque me debes
el miedo de tus dedos
la palidez de tus manos temblorosas
porque yo soy el más fuerte.

Y te doy mi cerebro enfermo
lo inconcebible de un corazón
reseco...
........Te ofrezco mi engalanada cloaca.

- Así sea.

Yo ordeno.
Ordeno una vida disoluta,
creo con tus lamentos
una perfecta cárcel
porque yo soy el más recto.

Yo quiero.
Yo impongo.

Yo mato,
"porque tenía que hacerlo".

(Así sea.)

(2007)