26/5/08

Si quieres

Suelto déjame si quieres retenerme,
átame bien si quieres alejarme.
Abandóname si quieres conservarme,
y piérdeme si quieres poseerme.

Ven a buscarme cuando yo no esté,
así me encontrarás sin estar yo;
si me buscas estando yo, seré
aquel que estará ausente de su yo.

Ausente, pues en ti siempre yo estoy.
No busques lo que tienes encontrado.
Mañana me verás siendo el que soy:
y soy quien huye para ser amado.

Virgilio Piñera



16/5/08

11/5/08

El trabajo de todos los días

In Memoriam

Todos los días, muy temprano, le decían cuántos iban a venir para que él lo tuviera preparado todo cuando llegaran. Era muy importante que supiera el número exacto, pues cada uno debía tener un lugar en el que descansar con comodidad. Alguna vez había sucedido que se equivocaran en la cifra. Ellos lo habían solucionado colocando a dos, y hasta a tres, en el mismo sitio, y a él le había costado retener su rabia y tragarse su indignación. Ellos no podían entenderlo. Eran extranjeros de ojos duros muy negros, de fría premeditación, que tenían otras costumbres. Él era un profesional, aunque ante todo era un hombre. Ellos no eran hombres, no. O por lo menos a él no se lo parecía. Nadie estaría dispuesto a hacer lo que ellos hacían. No, nadie podía llevar a cabo día tras día esa tarea sin volverse loco, sin sentirse asqueado. Sin embargo, ellos sonreían, les hablaban en voz baja a los que venían, les acariciaban casi, los tomaban en brazos mostrando sus dientes negros y picados a través de las cerdas duras de sus bigotes.

Todos los días les esperaba en la puerta, casi al amanecer, para que no fueran a llamarlo a su casa y despertaran a su familia. Y también porque, excepto cuando no tenía más remedio, no le gustaba que entraran. No era sitio para ellos, no eran dignos. Además, era muy peligroso que no estuviera a la hora justa en el lugar de costumbre. En cualquier caso, nunca lo sabría, porque nunca había faltado a su trabajo, ni siquiera durante los tres años anteriores: años, meses y días de locura, sangre y muerte.

Aparecían siempre en grupos de dos y, sin pronunciar una palabra, le entregaban la lista de los que vendrían al atardecer. Él lo disponía todo con sumo cuidado, con la eficacia que otorgan los años. Cuando llegaban muchos tenía que trabajar durante todo el día, y sus dos nietas, comiéndose mutuamente el miedo, se acercaban a llevarle algo de comida: un trozo de pan con aceite, y un tomate en días especialmente afortunados.

Aquella mañana, Cristóbal estaba en su lugar de costumbre y ya había amanecido. Se asomó por el recodo del camino, pero no vio a nadie acercarse. Pensó si sería posible que aquel día no tuvieran a ninguno que necesitara sus servicios e, internamente, su corazón sonrió. Sin embargo, no quiso entregarse a pensamientos tan placenteros, que no sólo le daban a él una tregua, sino que podrían suponer una esperanza para todos, un día más para muchos. Esperó casi dos horas más antes de irse, mientras sus ojillos, cansados de otear el horizonte, comenzaban a emitir un brillo casi imperceptible que, indudablemente, era de alegría. “Hoy no van a traer a nadie”, y decidió bajar al pueblo a comprar unas castañas asadas con las que sorprender a sus niñas. La ocasión bien merecía el dispendio, aunque era muy extraño, realmente, pues nunca habían fallado ni un día desde que acabó todo. Claro, que acabó todo, pero empezó algo todavía peor.

Tras los casi dos kilómetros de camino que separaban su lugar de trabajo del pueblo, por fin llegó a la plaza. A los pocos pasos, contaría después, ya sintió algo raro en el aire, en sus vecinos, en sus miradas, e, inmediatamente, empezó a dudar sobre si había hecho bien al haber abandonado su puesto. Una idea súbita le vino a la cabeza e intentó desterrarla con lógicos razonamientos: le había hecho jurar que no se acercaría por allí en mucho tiempo y no se atrevería a desobedecerle. Se había mantenido firme e inflexible como el junco ante sus súplicas, le había espetado con dureza, casi le había repudiado, pues era su deber proteger a los que quedaban. Nadie sabía cuánta bilis había tenido que tragar para obligarle a prestar ese juramento, nadie sabía qué poco había faltado, si hubiera pasado una hora más, un minuto más, para encerrarlo en sus manos callosas, para esconderlo con sus hombros ancianos, pero poderosos. Lo despidió allí en la puerta, al amparo de la oscuridad que, esa noche y cuántas eternas más, le traía ráfagas de olores amargos, secuencias de sonidos desgraciados, visiones grises de la muerte...

Ya era casi media mañana cuando Cristóbal, con la preocupación mordiéndole los talones, volvió a su lugar de trabajo. La ansiedad infundía a sus largas y cansadas piernas una velocidad que le hacía jadear cada vez más rápido; la cabeza le daba vueltas intentando captar mediante el pensamiento, formalizar con palabras, la sensación negra que le ahogaba el pecho, el presentimiento que le subía desde aguas oscuras y estancadas y que no acababa de racionalizar. Ya desde la distancia advirtió algo inusual: en la puerta, fumando y hablando, había por lo menos cinco de ellos. Apretó el paso, mientras el miedo, como una alarma de incendios, lanzaba sus gritos ensordeciendo sus sentidos. Cuando llegó a la puerta, cinco uniformes caqui le impidieron la entrada, cinco hombreras rojas con cinco escudos de yugos y flechas asesinas, cinco turbantes de cinco fusileros.

“No pasar”, dijo uno de ellos, arrastrando las palabras y con voz estridente. Por primera vez, Cristóbal lo miró a los ojos, desafiante, indignado por lo que estaba viendo. Sus piernas amenazaban con doblarlo y deponerlo de rodillas ante ellos, la pena y el dolor casi lo obligaron al grito y a la súplica, pero no, no permitiría eso ahora.

“No pases, Cristóbal”, le dijo Hishâm, y lo llamó por su nombre, lo cual rompió el combate ocular que sostenía con el que tapaba con su cuerpo la puerta. Hishâm, el único con el que, de vez en cuando, se permitía unas palabras o fumar un cigarrillo en silencio. Tenía una familia en su país, volvería a él con un bastón de oro con el que ya no pasarían hambre, solía decirle. No lo respetaba, había venido a infundir terror a su pueblo, aunque era el único que tenía un motivo decente.

“No podéis negarme la entrada, no. En primer lugar, soy el enterrador de este cementerio. En segundo lugar —y ahora su voz casi se quebró y sus pupilas temblaron—, ése que tenéis ahí detrás, ése cuya frente brilla de púrpura y negro como una rosa abierta, ése..., es mi hijo”.

6/5/08

Los niños futuros

Esta tarde caminaba por la plaza de España, el gesto amargo, presa de esos horribles dolores menstruales que parecen desgajarte por dentro. Miraba, sin mucha atención, a la gente que pasaba y a esa multitud de niños que jugaban, presos de una lógica indiscutible, a sus incomprensibles juegos (que hace mucho tiempo comprendía). Al mirar al de los rizos sentí el primer achuchón, que en milésimas de segundo deseché, pero el gordito colorado ya le preguntaba al más alto y delgado, que así suelen ser los líderes infantiles, preso de una intensa emoción, como si sólo de ese acto dependiera su aprobación ante el otro niño y, por ende, su condena o salvación del ostracismo infantil: “Pero, ¿qué debemos hacer ahora?”. Tampoco mi niño de mejillas encendidas por el frío comprendía muy bien ese juego, que parecía consistir en correr unos detrás de otros hasta llegar a un lugar previamente acordado como “mi casa”, es decir, la casa de uno donde nadie puede tocarle porque de lo contrario cometería un pecado abominable.

Decía, pues, que el segundo de los aguijones ya comenzaba a herirme, haciendo que la realidad oscilara por momentos y me dejara observar por un instante, como a un vecino indiscreto, asomar(me) al futuro de esos niños. Y creí ver en sus caras lo que serían de mayores, sus rostros adultos. Mi sorpresa no era tal, sentí algo de pena y pensé que en cuanto llegara a casa me sentaría a escribirlo. ¡Habían dejado atisbar a mi alma en el otro lado! O, ¿había sido sólo que, por fin, me habían querido mostrar que el tiempo no existe, que no es más que una línea infinita que fluye incesantemente en la que convivimos todos y cada uno de nuestros seres, de los que somos, los que fuimos, los que seremos? En seguida, miré el rostro de otro niño, un niño enjuto, con una cara finísima que mordía con deleite una golosina rosa mientras me miraba sin verme. Y, “¿Qué sería este niño?”, me dije. Al gordito lo había visto cometiendo un atraco mientras le preguntaba a su jefe qué debía hacer. No dejaba de ser también algo tópico, y hasta mi mente me había jugado la mala pasada de reflejar en mi imaginación algo que no lo era, una imagen de una mala comedia de televisión. Pero, incluso con eso, yo había visto como en ese rostro pequeño se había superpuesto otro más gordo, menos amable, más feo...

Caminaba ya para mi casa, presa de sensaciones bastante contradictorias, pensando y pensando si lo que había visto era sólo fruto de alguno de los espejismos que mi memoria me presenta a veces. La verdad, no me gustan demasiado los niños. Tengo treinta años y no tengo hijos.

Sin embargo, el niño enjuto, de ojos claros, de cara finísima, todavía sigue mirándome desde su cuna. Una cuna preciosa que he colocado en mi dormitorio junto a mi cama.

2/5/08

Dulcamara




...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.

Luvina, Juan Rulfo