Esta tarde caminaba por la plaza de España, el gesto amargo, presa de esos horribles dolores menstruales que parecen desgajarte por dentro. Miraba, sin mucha atención, a la gente que pasaba y a esa multitud de niños que jugaban, presos de una lógica indiscutible, a sus incomprensibles juegos (que hace mucho tiempo comprendía). Al mirar al de los rizos sentí el primer achuchón, que en milésimas de segundo deseché, pero el gordito colorado ya le preguntaba al más alto y delgado, que así suelen ser los líderes infantiles, preso de una intensa emoción, como si sólo de ese acto dependiera su aprobación ante el otro niño y, por ende, su condena o salvación del ostracismo infantil: “Pero, ¿qué debemos hacer ahora?”. Tampoco mi niño de mejillas encendidas por el frío comprendía muy bien ese juego, que parecía consistir en correr unos detrás de otros hasta llegar a un lugar previamente acordado como “mi casa”, es decir, la casa de uno donde nadie puede tocarle porque de lo contrario cometería un pecado abominable.
Decía, pues, que el segundo de los aguijones ya comenzaba a herirme, haciendo que la realidad oscilara por momentos y me dejara observar por un instante, como a un vecino indiscreto, asomar(me) al futuro de esos niños. Y creí ver en sus caras lo que serían de mayores, sus rostros adultos. Mi sorpresa no era tal, sentí algo de pena y pensé que en cuanto llegara a casa me sentaría a escribirlo. ¡Habían dejado atisbar a mi alma en el otro lado! O, ¿había sido sólo que, por fin, me habían querido mostrar que el tiempo no existe, que no es más que una línea infinita que fluye incesantemente en la que convivimos todos y cada uno de nuestros seres, de los que somos, los que fuimos, los que seremos? En seguida, miré el rostro de otro niño, un niño enjuto, con una cara finísima que mordía con deleite una golosina rosa mientras me miraba sin verme. Y, “¿Qué sería este niño?”, me dije. Al gordito lo había visto cometiendo un atraco mientras le preguntaba a su jefe qué debía hacer. No dejaba de ser también algo tópico, y hasta mi mente me había jugado la mala pasada de reflejar en mi imaginación algo que no lo era, una imagen de una mala comedia de televisión. Pero, incluso con eso, yo había visto como en ese rostro pequeño se había superpuesto otro más gordo, menos amable, más feo...
Caminaba ya para mi casa, presa de sensaciones bastante contradictorias, pensando y pensando si lo que había visto era sólo fruto de alguno de los espejismos que mi memoria me presenta a veces. La verdad, no me gustan demasiado los niños. Tengo treinta años y no tengo hijos.
Sin embargo, el niño enjuto, de ojos claros, de cara finísima, todavía sigue mirándome desde su cuna. Una cuna preciosa que he colocado en mi dormitorio junto a mi cama.
3 comentarios:
No sé si hay que darte la enhorabuena o el pésame, XDD. Menos mal que tu introducción aclara todo.
Un beso
Isabela
Normalmente en mi vouyerismo literario, simplemente disfruto de mi lectura y de las agradables sensaciones que me producen los buenos textos, aunque algunas entradas consiguen penetrar en zonas escondidas de mi mente y me hacen reflexionar profundamente, aunque a veces lo que me descubren no sea demasiado bonito.
Reflexión: Siempre,continuamente pensando,sin un momento de pausa, nunca puedo dejar de pensar, bombardeo de pensamientos, siempre grandiosos y magníficos y después solo cristal estrellado en la dura realidad.
Gracias, lo he disfrutado mucho.
Bueno, Isabela, en todo caso habría que dárselo a la protagonista del relato. Claro, es posible que ésa fuera la causa de la distorsión de la realidad. ;-)
Ícaro: Mejor pensar que no. Según Descartes Cogito, ergo sum. Por lo tanto, ya supondrás qué pasaría de lo contrario...
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