In Memoriam
Todos los días, muy temprano, le decían cuántos iban a venir para que él lo tuviera preparado todo cuando llegaran. Era muy importante que supiera el número exacto, pues cada uno debía tener un lugar en el que descansar con comodidad. Alguna vez había sucedido que se equivocaran en la cifra. Ellos lo habían solucionado colocando a dos, y hasta a tres, en el mismo sitio, y a él le había costado retener su rabia y tragarse su indignación. Ellos no podían entenderlo. Eran extranjeros de ojos duros muy negros, de fría premeditación, que tenían otras costumbres. Él era un profesional, aunque ante todo era un hombre. Ellos no eran hombres, no. O por lo menos a él no se lo parecía. Nadie estaría dispuesto a hacer lo que ellos hacían. No, nadie podía llevar a cabo día tras día esa tarea sin volverse loco, sin sentirse asqueado. Sin embargo, ellos sonreían, les hablaban en voz baja a los que venían, les acariciaban casi, los tomaban en brazos mostrando sus dientes negros y picados a través de las cerdas duras de sus bigotes.
Todos los días les esperaba en la puerta, casi al amanecer, para que no fueran a llamarlo a su casa y despertaran a su familia. Y también porque, excepto cuando no tenía más remedio, no le gustaba que entraran. No era sitio para ellos, no eran dignos. Además, era muy peligroso que no estuviera a la hora justa en el lugar de costumbre. En cualquier caso, nunca lo sabría, porque nunca había faltado a su trabajo, ni siquiera durante los tres años anteriores: años, meses y días de locura, sangre y muerte.
Aparecían siempre en grupos de dos y, sin pronunciar una palabra, le entregaban la lista de los que vendrían al atardecer. Él lo disponía todo con sumo cuidado, con la eficacia que otorgan los años. Cuando llegaban muchos tenía que trabajar durante todo el día, y sus dos nietas, comiéndose mutuamente el miedo, se acercaban a llevarle algo de comida: un trozo de pan con aceite, y un tomate en días especialmente afortunados.
Aquella mañana, Cristóbal estaba en su lugar de costumbre y ya había amanecido. Se asomó por el recodo del camino, pero no vio a nadie acercarse. Pensó si sería posible que aquel día no tuvieran a ninguno que necesitara sus servicios e, internamente, su corazón sonrió. Sin embargo, no quiso entregarse a pensamientos tan placenteros, que no sólo le daban a él una tregua, sino que podrían suponer una esperanza para todos, un día más para muchos. Esperó casi dos horas más antes de irse, mientras sus ojillos, cansados de otear el horizonte, comenzaban a emitir un brillo casi imperceptible que, indudablemente, era de alegría. “Hoy no van a traer a nadie”, y decidió bajar al pueblo a comprar unas castañas asadas con las que sorprender a sus niñas. La ocasión bien merecía el dispendio, aunque era muy extraño, realmente, pues nunca habían fallado ni un día desde que acabó todo. Claro, que acabó todo, pero empezó algo todavía peor.
Tras los casi dos kilómetros de camino que separaban su lugar de trabajo del pueblo, por fin llegó a la plaza. A los pocos pasos, contaría después, ya sintió algo raro en el aire, en sus vecinos, en sus miradas, e, inmediatamente, empezó a dudar sobre si había hecho bien al haber abandonado su puesto. Una idea súbita le vino a la cabeza e intentó desterrarla con lógicos razonamientos: le había hecho jurar que no se acercaría por allí en mucho tiempo y no se atrevería a desobedecerle. Se había mantenido firme e inflexible como el junco ante sus súplicas, le había espetado con dureza, casi le había repudiado, pues era su deber proteger a los que quedaban. Nadie sabía cuánta bilis había tenido que tragar para obligarle a prestar ese juramento, nadie sabía qué poco había faltado, si hubiera pasado una hora más, un minuto más, para encerrarlo en sus manos callosas, para esconderlo con sus hombros ancianos, pero poderosos. Lo despidió allí en la puerta, al amparo de la oscuridad que, esa noche y cuántas eternas más, le traía ráfagas de olores amargos, secuencias de sonidos desgraciados, visiones grises de la muerte...
Ya era casi media mañana cuando Cristóbal, con la preocupación mordiéndole los talones, volvió a su lugar de trabajo. La ansiedad infundía a sus largas y cansadas piernas una velocidad que le hacía jadear cada vez más rápido; la cabeza le daba vueltas intentando captar mediante el pensamiento, formalizar con palabras, la sensación negra que le ahogaba el pecho, el presentimiento que le subía desde aguas oscuras y estancadas y que no acababa de racionalizar. Ya desde la distancia advirtió algo inusual: en la puerta, fumando y hablando, había por lo menos cinco de ellos. Apretó el paso, mientras el miedo, como una alarma de incendios, lanzaba sus gritos ensordeciendo sus sentidos. Cuando llegó a la puerta, cinco uniformes caqui le impidieron la entrada, cinco hombreras rojas con cinco escudos de yugos y flechas asesinas, cinco turbantes de cinco fusileros.
“No pasar”, dijo uno de ellos, arrastrando las palabras y con voz estridente. Por primera vez, Cristóbal lo miró a los ojos, desafiante, indignado por lo que estaba viendo. Sus piernas amenazaban con doblarlo y deponerlo de rodillas ante ellos, la pena y el dolor casi lo obligaron al grito y a la súplica, pero no, no permitiría eso ahora.
“No pases, Cristóbal”, le dijo Hishâm, y lo llamó por su nombre, lo cual rompió el combate ocular que sostenía con el que tapaba con su cuerpo la puerta. Hishâm, el único con el que, de vez en cuando, se permitía unas palabras o fumar un cigarrillo en silencio. Tenía una familia en su país, volvería a él con un bastón de oro con el que ya no pasarían hambre, solía decirle. No lo respetaba, había venido a infundir terror a su pueblo, aunque era el único que tenía un motivo decente.
“No podéis negarme la entrada, no. En primer lugar, soy el enterrador de este cementerio. En segundo lugar —y ahora su voz casi se quebró y sus pupilas temblaron—, ése que tenéis ahí detrás, ése cuya frente brilla de púrpura y negro como una rosa abierta, ése..., es mi hijo”.