Voy a inventar una teoría
que hable de alejamiento.
Que explique lo literario,
el poema,
a través de la ausencia,
a través de la huida y de la falta.
Que platique con su sombra,
que resulte de la brillante autopsia
de un examen hambriento.
Dejémonos de estructuras,
de ritmos que construyen,
de couplings y de criaturas.
Es la lejanía.
La distancia con el objeto.
No es la palabra.
No es la lucha lingüística.
No el poeta contra o con la forma.
Ni siquiera con la idea.
Menos todavía el concepto.
Olvidemos los paralelos.
Los centros y las periferias,
la insistencia o el énfasis en tal o cual verso.
Es la separación.
El abandono del sujeto.
Me río del rapto.
De la noche.
De la torre.
Del círculo
y del cuadrángulo.
Releguemos la intuición,
al lector, al crítico y al químico.
¡Desterremos al poeta!
No es suya la fuerza,
no es dueño de nada
ni siquiera del poema...
¡Pobre de mí!
Yo, que soy poeta.
Yo, que, por la noche,
en mi habitación de cuatro vueltas
escribo y borro
escribo y tacho.
Yo, que, si hay tormenta,
si el cielo es gris,
si me engulle la sombra,
escribo y lloro.
Yo, que le hablo al silencio.
¡Pobre de mí!
Encerrada en este cuerpo
de dedos, brazos y pies.
Constreñida por músculos,
huesos y entrañas.
Y que imagino unas alas
que nunca tendré.
Yo, que giro y giro
que trago saliva
que me escabullo
por los renglones,
escribo y embisto
escribo y traiciono
escribo…, ¿o emborrono?